domingo, agosto 05, 2007

Vértigo


Cuando tenía cuatro años, estuve a punto de caer a la calle desde el balcón de la terraza de la cocina.

La terraza tenía unas barras de cemento que no llegaban del todo al suelo, y el espacio que dejaban era suficiente para escurrir mi cuerpecillo y sacar la cabeza al vacío. Recuerdo escaparme a ese rincón, boca abajo, deslizarme como un gato entre el cemento y el suelo y mirar a la calle, a los techos de los coches, a la acera lejana, a las cabezas de los viandantes, e imaginar que volaba. Recuerdo las imágenes nítidamente a pesar del tiempo. Algo me decía que eso no iba a gustar en casa, y siempre buscaba un momento idóneo – cuando mis padres echaban la siesta o veían la tele. Un día, me deslicé un poco más, hasta sacar medio tronco fuera, saqué los brazos e imité el batir de las alas de un pájaro. ¡Volaba de verdad sobre la calle! Frente a nuestra casa había un colegio donde mi tía daba clase, y podía ver unos niños jugando en el patio del recreo.

Decidí sobrevolarlos y espiar su juego encaramada a un árbol.

Lo siguiente que recuerdo fue que el borde de la terraza iba bajando a lo largo de mi cuerpo desde el esternón hacia el estómago, mientras caía hacia abajo, y la calle acercándose limpia, vacía e invitante. Alguien me cogió por los tobillos y el mundo se volvió al revés. Por un momento, me tambaleé en el aire como un péndulo, la pared de ladrillo raspándome la mejilla y mis manos dibujando círculos en el vacío.

Mi padre tuvo que saltar al otro lado de los barrotes y agarrarse con un brazo mientras me intentaba alzar con el otro. Desde dentro, gritando de pánico, mi madre y la “seño” – que fue quien me había descubierto a tiempo – sacaban los brazos, me agarraban las piernas y la cintura y me iban empujando hacia arriba.

Me rescataron magullada y asustada, y me cayó una bronca monumental. Durante varios días, lo único que recuerdo fue mi madre llorando, las vecinas mirándome sorprendidas y mudas y mi padre enfurruñado por la casa. En el colegio, la madre superiora me habló de “la responsabilidad de no hacer daño a los mayores”. Yo no entendía nada.

Les prometí a mis padres que nunca volvería a volar.

Pero no lo cumplí, y desde entonces sufro un vértigo patológico. Sí, de esos: taquicardias, sudor frío, pánico...

El centro del vértigo está en el deseo irrefrenable de saltar, y eso es lo que paraliza y provoca la sensación de terror.

He intentado afrontarlo de muchas formas: me he subido a lo alto de enormes catedrales, montañas, torres desde donde se ven las nubes, rocas de varios kilómetros de altura... y he suavizado un poco el síndrome.

Pero lo que más me ha costado afrontar ha sido ese otro vértigo, paralelo e igual de intenso: el vértigo vital. He “subido” muchas veces donde no sabía si sería capaz, y a veces he caído en picado.

Ahora estoy comenzando a relatar la historia. No es autobiográfica, pero sí en gran parte, porque no se puede hablar de vértigo sin visualizar el propio abismo. Comencé hace poco tiempo y espero convertirlo en un libro. Este será el primer salto importante de mi vida, aunque tengo otras torres igual de altas que escalar.

¿Caer? A estas alturas, ya no creo que importe tanto.

Con todos ustedes, pronto.

5 comentarios:

Mariano Cruz dijo...

La infancia es la época del pensamiento salvaje, de las luchas entre tribus, de querer ser ícaro (aun sin alas de cera), de explorar los límites (aunque el fin del mundo se encuentre dos manzanas más abajo de casa), de dominar los elementos, de creerse un mago y un chamán. Con la razón llega el vértigo y la certeza, entre otras, de que nnca volverás a ser niño. El vértigo de la civilización. Ansioso por leer ese otro relato.

misántropo dijo...

"Para no sucumbir
ante la tentación
del precipicio
el mejor tratamiento
es el fornicio"

Diáfana dijo...

Que bonita sensación esa de volar.
Yo la vivía a menudo mientras dormía. Volaba haciendo que nadaba en el aire. Ni siquiera sabía nadar en el agua, pero en el aire de mis sueños era una sirena. Cuando la ruleta de mi mente me otorgaba este deseo me despertaba con sensación de estar en paz, como si una burbuja protectora me rodeara y deseando que llegara la noche para volver a atravesar el aire.
Un día decidir volar del hogar materno, me fui y desde entonces dejé de tener mis preciosos sueños. Se quedaron allí en la casa con mis padres y mis hermanos. Eran mis ansias de libertad las que producían mis sueños.
Una pena.
Hay días que negociaría la angustia diurna de entonces a cambio de una noche mágica entre las nubes.

Alicia Liddell dijo...

Pues quedo a la espera de ese salto al vacío que, sin duda, será de lo más gratificante. ¡Vivan las valientes!

Anónimo dijo...

Ya tienes un colchón, mas bien una cama elastica que no te dejará parar de rebotar una y otra vez.

Viva el Circo!