viernes, junio 29, 2007

Mala y con saña

Hace unos meses, como vivo en Malasaña, pues salí de bares por Malasaña con unos amigos. Una de las ventajas de esto es que no necesito coger un taxi de vuelta, ni un búho, ni me expongo a perderme en el camino debido a mi posible mal estado (bueno, esto último siempre es posible, pero hace mucho que aprendí a parar tras la octava copa). Otra ventaja es que salir por Malasaña se convierte en una excursión-visionado de jóvenes tribus urbanas cumpliendo sus papeles a rajatabla: indies, emos, post-grunge, postneohippies, algún que otro punk de revival, algunos pijos despistados y dos o tres góticos. Todo esto añade colorido y cosmopolitismo a la experiencia de “salir de copas por Malasaña”, sobre todo si una, en un alarde de nostalgia, vuelve a los orígenes y se dedica a consumir Dyc con Cocacola en los antros más malamuerte posibles.

El problema es que el ochenta por ciento de los parroquianos malasañeros son de al menos una generación posterior a la mía. No obstante, yo me mezclo entre las multitudes con gran destreza, cual licántropa, y más de una vez me han confundido como “una de ellos”. Sobre todo aquella noche.

El chaval que me entró no respondía a ninguno de los cánones de las tribus arriba mencionadas; era más bien una amalgama de todas. Sería por eso que le dirigí la palabra. Por eso y porque me había confundido con una de su generación, que ya de por sí es motivo para que devuelva la deferencia con dos o tres frases.

El caso es que la conversación, al ser en medio del Tupperware, seguramente el bar más escandaloso de todo el barrio, y estando yo sorda para más señas, fue bastante anodina. O eso creo: cuando no me entero de nada utilizo el truco de mirar, sonreír y decir “sí, sí, claro”. Y cuando la otra persona se ríe, pues me río miméticamente. Hasta ahora funciona. O eso o leer los labios, que también es un truco bastante socorrido – sólo que si llevas encima cuatro Dycs con Cocacola lo único que ves es un caleidoscopio de labios.

Al final, cuando vinieron a buscarme para ir al siguiente sitio, el chico me dijo, más bien me gritó, “¿¡TIENES MESSENGER?!” (nótese cómo cambian los tiempos). A lo que yo contesté: “’¡SÍ!”

Le escribí mi dirección en la mano con un perfilador de ojos y me piré. Me olvidé totalmente de aquel asunto hasta unas semanas después, cuando de pronto me agregó un tal “molomazo”. No, no es la dirección de Hotmail. Era su “nick” en el Messenger.

Le hice muy poquito caso, porque el mero hecho de recordarle me traía a la cabeza la monumental resaca que tuve que soportar la mañana después de aquella excursión. Pero al parecer yo le había dicho que estaba dispuesta a recibirle en mi hogar para realizar ciertos actos. Me desdije rápidamente, le recomendé que estudiara bien para no dejar ninguna para septiembre y pasé de él. Ah, sí, y le dije exactamente cuántos años le sacaba.

Ayer por la tarde volvió a aparecer. Le han quedado cuatro para septiembre pero lo lleva con tranquilidad. Me alegré por él. Pero justo cuando iba a despacharlo para ponerme con otras cosas, se produjo la siguiente conversación:


molomazo dice:
bueno tia tenemos que follar ya ahora o nunca

Alix dice:
¿Por qué? ¿Te metes a monje?

molomazo dice:
:)

Alix dice:
¿Te cambias de sexo?
molomazo dice:
que no tia que es q si me das mas largas al final vas a estar demasiado vieja pa mi

Alix dice:
Lo tuyo es el tacto y el buen gusto, ¿verdad?

molomazo dice:
anda ya venga follamos mñn?
Alix dice:
mñn tengo cita con el geriátrico, lo siento.

molomazo dice:
bueno perdona si me he pasado ademas las maduritas dais un morbazo que pk

Alix dice:
Ya. El problema es que los oligofrénicos como tú no me dan morbo. Va a ser que tenemos un conflicto.
molomazo dice:
ahora te revotas porque te he llamao madurita
Alix dice:
No, al contrario. No me reBoto. Esto que te digo ya lo sabía yo de antes. Lo del conflicto. Así que nada cambia.

molomazo dice:
sabes q pasa?

Alix dice:
Q pasa?

molomazo dice:
q te va a costar mucho pillar pq encima los obulos se van durmiendo y luego seras mayor para tener hijos
Alix dice:
Ah, que lo que querías era hacerme un hijo?

molomazo dice:
no tia coño que yo solo quiero follar. que digo que pa novios lo tienes crudo

Alix dice:
Eres encantador. Estoy por decirte que vengas ahora mismo.

molomazo dice:
en serio tia pero sin condones eh que yo estoy limpio

Alix dice:
Eso, mejor. No traigas nada, tigre. Voy al baño a ponerme el tanga.
molomazo dice:
fijo q voy?
Alix dice:
Fijo q sí, no tardes. K voy muy kxonda.
molomazo dice:
ya sabia yo k eras una guarra

Le di la dirección de una sauna gay “de estranguis” al lado de casa, de la que me ha hablado un amigo al que le va la fiesta con puños y por detrás. De esas que no tienen portal ni cartel porque nadie quiere ser visto entrando o saliendo.

Y pensar que fue sin condones.

Mis disculpas desde aquí a la comunidad gay, que precisamente en estas fechas está de celebraciones, por lo que haya podido pasar.








Nota: hecho totalmente verídico.

jueves, junio 21, 2007

El tragapeces que se tiró al agua


Nos conocimos hace aproximadamente dieciocho años, en circunstancias un poco exóticas: yo me había quedado petrificada frente a una enorme pecera, nadando con sus menudos habitantes y sorteando mil peligros en los mares del sur a bordo de mi barco pirata (llamémosle LSD). Él se acercó por detrás, metió la mano bajo el agua, agarró a uno de los pececitos naranjas por la cola, y se lo tragó.

Por entonces reinaba un revival de aquella extraña moda de los años treinta, el goldfish swallowing o arte de tragar pececillos de colores. O eso o sus padres habían sido hijos de la reprobable escuela yanqui de goldfish-swallowers, algo con lo que yo tenía poco en común. Los míos eran opusianos y vallisoletanos pero las circunstancias de la vida me habían situado en una fiesta salvaje en un país donde la nieve y los indios Cree eran elementos cotidianos.

Mi estado lisérgico provocó que, fuera de espantarme como hubiera sido mi reacción natural, me diera un violento ataque de risa con su consiguiente ahogo. Él, bien merecido lo tenía, a punto estuvo de morir atragantado cuando el pobre pez se le quedó medio atascado en el esófago. El caso es que acabamos ambos en enfermería y así fue como pasamos juntos la noche que nos conocimos.

Con el tiempo llegó la cordura, sobre todo con la época de exámenes. Tuvimos un idilio, el justo para darnos cuenta de que ninguno de los dos éramos el tipo del otro/a, lo que dio vía libre a una amistad casi casi perfecta.

El hecho de que a veces me llamara a las 4 de la mañana para preguntarme si “todo esto tiene algún significado” nunca me preocupó. Era una pregunta constante en mi propia cabeza. El Sentido de la Vida parece tener menos importancia cuando eres estudiante, pero es una pregunta que te haces con muchísima más inocencia que cuando ya estás “ahí fuera” y has adquirido la pátina de cinismo que viene adosada con la madurez. Hablábamos mucho de El Sentido de la Vida, de lo que queríamos hacer con nuestro futuro, de salvar la tierra, de liberar a las ballenas, de hacer un viaje para dar la vuelta al mundo, de irnos a la India… leíamos juntos a Burroughs y nos hacíamos los interesantes yendo a maratones de cine en blanco y negro y con subtítulos.

Nunca descubrimos la respuesta. Yo creo que tampoco la tengo, aunque en ocasiones me he acercado a los bordes, como si se tratara de una laguna que hay que cruzar para poder visualizar la verdad al otro lado.

Durante todos estos años, ya separados por el Atlántico, mantuvimos contacto intermitente. Pero nunca pasó más de un año sin hablarnos, escribirnos o llamarnos. Dos veces estuvo de visita en España, la última hace tres años, un detalle que agradecí tremendamente porque fue una de las épocas más terribles de mi vida. Poblamos los bares de Madrid con nuestros recuerdos y lloramos un poquito, también, porque cuando eres “mayor” hay que saber llorar por las cosas que realmente merecen la pena. Yo ya me tiño las canas, él nunca lo hizo. Le sentaban de maravilla, sobre todo con esa media melenita que se había dejado.

Le había ido bien: montó un pequeño, coqueto y bohemio café-librería en Montreal, que yo juré una y otra vez visitar y nunca hice; viajó mucho, se compró una casa al lado de un pequeño parque urbano y se casó dos veces, “la primera por ignorancia y la segunda por amor”, según me contaba.

Creo que fue precisamente cuando se rompió su segundo matrimonio que retomó el discurso interior sobre El Sentido de la Vida. Esto yo no lo sé, porque hacía unos meses que no hablábamos, pero me gusta imaginarle sentado la noche antes en una de las mesas de madera de su café mirando hacia el infinito, preguntándose qué tendría que llevarse de viaje. Si me lo hubiera contado entonces, le habría hablado de mi Laguna, aquella cuyo borde vislumbro cada cierto tiempo. Le hubiera pedido que se quedara conmigo en la orilla a esperar el justo momento en el que pase la barca.

Me imagino cómo habría sido la mañana del día siguiente. Creo que habría estado especialmente cariñoso al dejar a su hija en el colegio. Seguramente le daría un beso de más y se la quedaría mirando desde el coche. Además, junio es un mes muy bonito en Montreal, estoy segura de que el cielo estaría radiante esa mañana. Eso me alivia un poco, que al menos la despedida fuera así, de mañana y bajo un azul sin nubes.

La parte en la que fue a la tienda a comprarse la pistola no la tengo del todo clara. Me gusta imaginarlo haciendo algún chascarrillo al dependiente, en plan “nunca se sabe, oiga usted” (bueno, creo que más bien habría dicho you never know - o casi con toda seguridad on ne sait jamais). Tenía una licencia porque durante un tiempo había practicado el tiro al blanco, hasta que empezó a notar una acuciante deficiencia auditiva y lo dejó.

Me pregunto si salió de la tienda mirando al cielo, o al suelo. Eso es algo que me da mil vueltas en la cabeza, no sé por qué.

Lo que realmente no quiero imaginar es el momento en que llegó a casa, se sentó en la oscuridad de su dormitorio y se voló los sesos. No quiero imaginarlo porque empiezo a verlos desparramados por la pared, veo los trocitos de cráneo incrustados en la moqueta, la sangre secándose contra el cristal de la ventana, y me entra una angustia tremenda. No por la escena en sí, que más de uno hemos visto multitud de veces en cualquier película de Tarantino, sino porque eran SU cráneo, SUS sesos, SU sangre lo que se esparció por su habitación aquella mañana de junio.

A la niña la fue a buscar la policía al colegio.

No dejó nota.

No dejó nada.

Se tiró de cabeza a la Laguna Estigia y aún se le ve bracear a lo lejos, hacia el horizonte.



For Randolph, in memoriam

1965-2007

viernes, junio 01, 2007

La luna brillaba, brillaba, brillaba.


Era miércoles y salía de un acto muy refinado y cool en el que participaban unos amigos de esos que no están encerrados porque aún no se ha encontrado un nombre para su trastorno. A pesar de lo mucho que los aprecio y lo mucho que hemos compartido – trastornos incluidos – me apenó que sólo dos nos fijáramos en aquella luna. Era más que una luna llena: era un inmenso lunar blanco que pendía del cielo radiante y desafiante, contrastado en un azul añil oscuro y casi eléctrico. Era un acontecimiento.


Siempre miro al cielo cuando salgo de casa, porque es lo único que me conecta con el cosmos. No es una manía mística ni nada similar: es simple necesidad de recordarme que más allá de este enjambre de cemento hay un espacio abierto donde seguimos aspirando a ser libres. Por muy minúscula que sea la vida de cada uno, por muy ajetreada y rutinaria, siempre está la inmensidad a las puertas de la cordura. Sí, yo me relajo y me libero pensando en esas cosas. Qué le voy a hacer.

Aquella luna llena en un cielo azul-oscuro-añil era tan hermosa que casi dolía.

A. la vio primero, y apuntó con la mano. Yo seguí el rastro de su índice y me quedé plantada, perdida en un tiempo infinito mientras los demás hacían planes para el siguiente garito. El acto había sido muy bello, con una improvisación musical extraña y evolvente. Había sido un viaje. Pero lo que ofrecía el inmenso círculo blanco en – insisto – el cielo azul-oscuro-añil-eléctrico, era inconmensurable.

Me agarré al brazo de A. y me puse a alabar el cuadro estelar. Él me entiende bien, pero aún así se soltó - había que apurar el tiempo y tomarse varias copas en el bar de la esquina.

Yo estaba cansada, y tremendamente lunática. Me subí a la moto de X. y me fui a casa.

¿De qué sirve vivir si no miramos al cielo?