jueves, junio 21, 2007

El tragapeces que se tiró al agua


Nos conocimos hace aproximadamente dieciocho años, en circunstancias un poco exóticas: yo me había quedado petrificada frente a una enorme pecera, nadando con sus menudos habitantes y sorteando mil peligros en los mares del sur a bordo de mi barco pirata (llamémosle LSD). Él se acercó por detrás, metió la mano bajo el agua, agarró a uno de los pececitos naranjas por la cola, y se lo tragó.

Por entonces reinaba un revival de aquella extraña moda de los años treinta, el goldfish swallowing o arte de tragar pececillos de colores. O eso o sus padres habían sido hijos de la reprobable escuela yanqui de goldfish-swallowers, algo con lo que yo tenía poco en común. Los míos eran opusianos y vallisoletanos pero las circunstancias de la vida me habían situado en una fiesta salvaje en un país donde la nieve y los indios Cree eran elementos cotidianos.

Mi estado lisérgico provocó que, fuera de espantarme como hubiera sido mi reacción natural, me diera un violento ataque de risa con su consiguiente ahogo. Él, bien merecido lo tenía, a punto estuvo de morir atragantado cuando el pobre pez se le quedó medio atascado en el esófago. El caso es que acabamos ambos en enfermería y así fue como pasamos juntos la noche que nos conocimos.

Con el tiempo llegó la cordura, sobre todo con la época de exámenes. Tuvimos un idilio, el justo para darnos cuenta de que ninguno de los dos éramos el tipo del otro/a, lo que dio vía libre a una amistad casi casi perfecta.

El hecho de que a veces me llamara a las 4 de la mañana para preguntarme si “todo esto tiene algún significado” nunca me preocupó. Era una pregunta constante en mi propia cabeza. El Sentido de la Vida parece tener menos importancia cuando eres estudiante, pero es una pregunta que te haces con muchísima más inocencia que cuando ya estás “ahí fuera” y has adquirido la pátina de cinismo que viene adosada con la madurez. Hablábamos mucho de El Sentido de la Vida, de lo que queríamos hacer con nuestro futuro, de salvar la tierra, de liberar a las ballenas, de hacer un viaje para dar la vuelta al mundo, de irnos a la India… leíamos juntos a Burroughs y nos hacíamos los interesantes yendo a maratones de cine en blanco y negro y con subtítulos.

Nunca descubrimos la respuesta. Yo creo que tampoco la tengo, aunque en ocasiones me he acercado a los bordes, como si se tratara de una laguna que hay que cruzar para poder visualizar la verdad al otro lado.

Durante todos estos años, ya separados por el Atlántico, mantuvimos contacto intermitente. Pero nunca pasó más de un año sin hablarnos, escribirnos o llamarnos. Dos veces estuvo de visita en España, la última hace tres años, un detalle que agradecí tremendamente porque fue una de las épocas más terribles de mi vida. Poblamos los bares de Madrid con nuestros recuerdos y lloramos un poquito, también, porque cuando eres “mayor” hay que saber llorar por las cosas que realmente merecen la pena. Yo ya me tiño las canas, él nunca lo hizo. Le sentaban de maravilla, sobre todo con esa media melenita que se había dejado.

Le había ido bien: montó un pequeño, coqueto y bohemio café-librería en Montreal, que yo juré una y otra vez visitar y nunca hice; viajó mucho, se compró una casa al lado de un pequeño parque urbano y se casó dos veces, “la primera por ignorancia y la segunda por amor”, según me contaba.

Creo que fue precisamente cuando se rompió su segundo matrimonio que retomó el discurso interior sobre El Sentido de la Vida. Esto yo no lo sé, porque hacía unos meses que no hablábamos, pero me gusta imaginarle sentado la noche antes en una de las mesas de madera de su café mirando hacia el infinito, preguntándose qué tendría que llevarse de viaje. Si me lo hubiera contado entonces, le habría hablado de mi Laguna, aquella cuyo borde vislumbro cada cierto tiempo. Le hubiera pedido que se quedara conmigo en la orilla a esperar el justo momento en el que pase la barca.

Me imagino cómo habría sido la mañana del día siguiente. Creo que habría estado especialmente cariñoso al dejar a su hija en el colegio. Seguramente le daría un beso de más y se la quedaría mirando desde el coche. Además, junio es un mes muy bonito en Montreal, estoy segura de que el cielo estaría radiante esa mañana. Eso me alivia un poco, que al menos la despedida fuera así, de mañana y bajo un azul sin nubes.

La parte en la que fue a la tienda a comprarse la pistola no la tengo del todo clara. Me gusta imaginarlo haciendo algún chascarrillo al dependiente, en plan “nunca se sabe, oiga usted” (bueno, creo que más bien habría dicho you never know - o casi con toda seguridad on ne sait jamais). Tenía una licencia porque durante un tiempo había practicado el tiro al blanco, hasta que empezó a notar una acuciante deficiencia auditiva y lo dejó.

Me pregunto si salió de la tienda mirando al cielo, o al suelo. Eso es algo que me da mil vueltas en la cabeza, no sé por qué.

Lo que realmente no quiero imaginar es el momento en que llegó a casa, se sentó en la oscuridad de su dormitorio y se voló los sesos. No quiero imaginarlo porque empiezo a verlos desparramados por la pared, veo los trocitos de cráneo incrustados en la moqueta, la sangre secándose contra el cristal de la ventana, y me entra una angustia tremenda. No por la escena en sí, que más de uno hemos visto multitud de veces en cualquier película de Tarantino, sino porque eran SU cráneo, SUS sesos, SU sangre lo que se esparció por su habitación aquella mañana de junio.

A la niña la fue a buscar la policía al colegio.

No dejó nota.

No dejó nada.

Se tiró de cabeza a la Laguna Estigia y aún se le ve bracear a lo lejos, hacia el horizonte.



For Randolph, in memoriam

1965-2007

7 comentarios:

BELMAR dijo...

24.06.2006 - 24.06.2007


T e i n v i t o a :


UN AÑO DE BELMARBLOG!


( e n P a l i m p s e s t o )

BELMAR dijo...

Spankee!

safrika señorita dijo...

Bueno... el trozo del cielo me ha dejado sin respiración.
Sin respiracióN. Estaba viendo ese cielo. Cierro los ojos y lo veo.

Cuando te vea te voy a rodear con mis brazos y te vas a quedar ahi un rato. Y luego yo.
(pero en un sitio con aire acondicionado)

Anónimo dijo...

tienes unos blogs fantasticos. Directos a mis marcadores.

Alicia Liddell dijo...

Anilibis, usted se sentirá fatal. Pero él está bien.

anilibis dijo...

Belmar:
Spankee y a mucha honra. Gracias por la invitación.

Safrika:
En casa hay aire acondicionado, guapa :) nos vemos el día 7. Beso y gracias.

Alex:
Pues muchas gracias.

Srta. Liddell:
Tiene razón, pero - eso sería cierto si partiéramos de la base de que "no estar más" es igual a estar bien. ¿No estar es mejor que estar aunque se esté mal? Tremenda cuestión. A los que nos quedamos atrás luego nos toca encontrar estas respuestas. Un abrazo.

Diáfana dijo...

Tremendo desajuste es que alguien muera. Parece que esa pata de la mesa queda coja para siempre, no hay calzo que la arregle.

Me imagino que para alguien creyente en la vida más allá de la laguna será todo más fácil. Ellos están allí en un sitio que nos dicen preciosos, divino de la muerte (nunca mejor dicho) si necesitar nada, ni dolerles nada, ni añorar nada...

Lo difícil es cuando no crees en ese paraíso, o crees pero no tienes ni puta idea de en que, porqué para engañarse así y crearse una fantasía de esa magnitud hay que tener un espíritu que yo no tengo.

Me alegra, y estoy segura de que es un alivio, que tengas buenos recuerdos de él, que puedas refugiarte en ellos y sonreír al rememorarlos.
En eso ando yo precisamente, buscando los buenos recuerdos a los que aferrarme para dejar de recaer una y otra vez en aquel doloroso momento de la despedida.

Me encanta leerte. Gracias y besos