jueves, abril 12, 2007

Tortura en el Siglo XXI and the Dancing Brocheta.

Cuando hacía deporte, es decir, hace dos siglos, y me machacaba en el equipo de natación, creía firmemente que mi cuerpo se amoldaría para siempre y los años de angustia se verían recompensados con una vida entera de gloria marmórea. Ilusa de mí. Al cabo del tiempo, se estableció cual maldición gitana la constitución que me había sido asignada desde las esferas.
Llamémosla... mediterránea.

Pero yo esto no lo sabía o no quería saberlo. A riesgo de expandirme hasta el infinito, vivía en una inopia de feliz inocencia. Bastante tenía con haber superado la anorexia en la adolescencia, y cual Escarlata O’Hara alzando el puño, me juré nunca más pasar hambre.

Además, “como fui deportista”, nada podía ir mal.

Sin embargo, mi mediterraneidad, fue haciéndose de notar. Yo me decía que el problema era de altura: es decir, que yo estaba absolutamente perfecta para 1,80. ¿Qué culpa tenía de medir 1,63? Había sido un mero fallo de cálculo, eso era todo.

Si hay algo de lo que siempre me he reído y burlado es de los gimnasios, esos templos del cuerpo donde la gente se moldea obsesivamente a medida que el ego va inflándose. “Esas cosas de yuppies relamidos no son para mí”, me decía. Y seguía congratulándome de mi buen gusto.

Sigo renegando y renegaré siempre de estos antros.

Mi madre me hizo una visita tras mi último y reciente cumpleaños y me entregó un misterioso sobre:

- Ábrelo, ábrelo, es tu regalo.

Mis ojos no daban crédito: era un bono de un año en un gimnasio al lado de casa, una cosa ultra pija llamada Body Passion.

- ¿Esto no irá en serio, verdad, mamá? Es una broma, dime que sí.
- Va en serio, y no aceptan devoluciones.

Cuando supe la cantidad que se había gastado se me heló la sangre. ¡Mi madrecilla, con su humilde pensión de viuda, que en invierno tiene que dormir bajo tres mantas para no gastar calefacción!

No sé si fue más fuerte la sensación de compasión que me produjo este gesto, o el mosqueo tipo “¿Me estás intentando decir algo?” Pero esto último tuve que callármelo.

Y he aquí que me vi en la obligación de IR AL GIMNASIO.

El primer problema era que yo no tenía ropa de deporte. Lo más “sport” que tengo es un par de vaqueros y una camiseta de los Sex Pistols. Lo solventé de una sentada: en una tarde me compré dos chándals baratos y unas zapatillas de esas blancas que hacen “boing boing” cuando andas. Luego revisioné mi colección de camisetas-para-dormir-siempre-y-cuando-no-haya-compañía y las saqué todas. Me lo probé todo frente al espejo: parecía la hermana secreta de Eminem.
No había más alternativa.

El día que me presenté, resignada, bolsa en mano y dispuesta a todo, me presentaron a mi monitor, Luis. Luis es un jovencito cachas muy simpático que tuvo la deferencia de no poner cara de pánico al encontrarse conmigo.

- Bueno, y dime, ¿qué es lo que buscas conseguir?
- ¿Un milagro?
- Buenoooooooooo.... ¡tienes que empezar con mejor actitud!
- A mí actitud me sobra. Y muchas cosas más.
- Casos peores he visto, mujer.
- Pues en tus manos me pongo.

Luis, muy efervescente él, me hizo la ficha y me propuso una tabla que venía a ser algo así como un vía crucis.

Este sitio es un revisionado de las máquinas de tortura medievales, sólo que la gente las utiliza VOLUNTARIAMENTE: La bici, el remo, la máquina diabólica de pedalear, los aparatos extraños llenos de placas metálicas, cuerdas, tubos, pesos, etc... en algunas me costaba tanto acoplarme que tenía que hacer auténticos malabarismos con las piernas para encontrar el espacio donde encajar los pies, temiendo por mi integridad. Menos mal que tengo la facilidad de evadirme mentalmente y hacer como que no estoy, porque me sentía absurdamente ridícula y también un poquito obscena adoptando posturas semi-ginecológicas mientras abría y cerraba las piernas y bajaba y subía los brazos en medio de tremendos jadeos.

Pero lo peor de tal situación es que no sólo parecía que estaba protagonizando una película porno sino que, en mi caso, los cuerpos diez eran los de la audiencia – no el mío. Mi aversión a los culturistas se exacerbó, y más aún a las flaquísimas ninfas marmóreas que me rodeaban, y que seguramente al verme se purgarían con más saña y regusto después de cenar.

Lo peor llegó con la clase de baile, o “dancehall”, según la casi invisible monitora, que lucía un “top” ajustadísimo mostrando su tabla de chocolate, tan marcada que parecía que podría matar a alguien de un barrigazo.

Imaginaos: una sala enorme con un enorme espejo, un montón de personas cinceladas y yo. Cuando empezamos la coreografía de hip-hop cualquiera hubiera dicho que mi vestimenta era la más adecuada, pero no – yo me miraba y lo único que veía era una brocheta humana: pelotitas ensartadas que se aplastaban y separaban las unas de las otras a ritmo de un-dos-tres-¡cuatro!-cinco-¡seis!. The Dancing Brocheta.

Pero salí airosa. Sin aire, pero airosa.

Una cosa sí he conseguido: una impecable postura de maniquí. Soy un catálogo de agujetas. Los gemelos agarrotados y el tirón en el estómago me obligan a caminar erguidísima y con ademanes de duquesa.

2 comentarios:

safrika señorita dijo...

Dios mío lo que me he reído Alicia.
Te deseo suerte, amiga!
Más te vale aprovechar ese bono, este verano hay que ir a la playa nudista a menear el culo!
¿Podremos incluso jugar a las palas estando desnudas? XD
Me muero de ganas de que llegue.
Al gimnasio!

anilibis dijo...

Yo voy contigo a la playa nudista pero paso de jugar a las palas, que una tiene su dignidad.

En todo caso, podemos jugar al chinchón.

:)

beso