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Me voy a Londres. El informe meteorológico dice que el tiempo oscilará entre los 13 y los 17 grados centígrados, y he experimentado un enorme placer al guardar un jersey y una chaqueta en la maleta.
Espero que la niebla no disipe demasiado las ideas que me rondan la cabeza y vuelva pronto con nuevos flagelamientos.
A la salud de todos ustedes, me tomaré una pinta negra y espumosa.
Alicia
Cuando tenía cuatro años, estuve a punto de caer a la calle desde el balcón de la terraza de la cocina.
La terraza tenía unas barras de cemento que no llegaban del todo al suelo, y el espacio que dejaban era suficiente para escurrir mi cuerpecillo y sacar la cabeza al vacío. Recuerdo escaparme a ese rincón, boca abajo, deslizarme como un gato entre el cemento y el suelo y mirar a la calle, a los techos de los coches, a la acera lejana, a las cabezas de los viandantes, e imaginar que volaba. Recuerdo las imágenes nítidamente a pesar del tiempo. Algo me decía que eso no iba a gustar en casa, y siempre buscaba un momento idóneo – cuando mis padres echaban la siesta o veían la tele. Un día, me deslicé un poco más, hasta sacar medio tronco fuera, saqué los brazos e imité el batir de las alas de un pájaro. ¡Volaba de verdad sobre la calle! Frente a nuestra casa había un colegio donde mi tía daba clase, y podía ver unos niños jugando en el patio del recreo.
Decidí sobrevolarlos y espiar su juego encaramada a un árbol.
Lo siguiente que recuerdo fue que el borde de la terraza iba bajando a lo largo de mi cuerpo desde el esternón hacia el estómago, mientras caía hacia abajo, y la calle acercándose limpia, vacía e invitante. Alguien me cogió por los tobillos y el mundo se volvió al revés. Por un momento, me tambaleé en el aire como un péndulo, la pared de ladrillo raspándome la mejilla y mis manos dibujando círculos en el vacío.
Mi padre tuvo que saltar al otro lado de los barrotes y agarrarse con un brazo mientras me intentaba alzar con el otro. Desde dentro, gritando de pánico, mi madre y la “seño” – que fue quien me había descubierto a tiempo – sacaban los brazos, me agarraban las piernas y la cintura y me iban empujando hacia arriba.
Me rescataron magullada y asustada, y me cayó una bronca monumental. Durante varios días, lo único que recuerdo fue mi madre llorando, las vecinas mirándome sorprendidas y mudas y mi padre enfurruñado por la casa. En el colegio, la madre superiora me habló de “la responsabilidad de no hacer daño a los mayores”. Yo no entendía nada.
Les prometí a mis padres que nunca volvería a volar.
Pero no lo cumplí, y desde entonces sufro un vértigo patológico. Sí, de esos: taquicardias, sudor frío, pánico...
El centro del vértigo está en el deseo irrefrenable de saltar, y eso es lo que paraliza y provoca la sensación de terror.
He intentado afrontarlo de muchas formas: me he subido a lo alto de enormes catedrales, montañas, torres desde donde se ven las nubes, rocas de varios kilómetros de altura... y he suavizado un poco el síndrome.
Pero lo que más me ha costado afrontar ha sido ese otro vértigo, paralelo e igual de intenso: el vértigo vital. He “subido” muchas veces donde no sabía si sería capaz, y a veces he caído en picado.
Ahora estoy comenzando a relatar la historia. No es autobiográfica, pero sí en gran parte, porque no se puede hablar de vértigo sin visualizar el propio abismo. Comencé hace poco tiempo y espero convertirlo en un libro. Este será el primer salto importante de mi vida, aunque tengo otras torres igual de altas que escalar.
¿Caer? A estas alturas, ya no creo que importe tanto.
Con todos ustedes, pronto.