jueves, noviembre 30, 2006

Respuestas sencillas a nuestras inquietudes existenciales.

El hinduísmo lo expuso: para trascender, hay que morir.

El cristianismo lo predijo: Dios morirá por todos nosotros.

El nihilismo lo sentenció: Dios ha muerto.

El islam lo confirmó: Sólo podía haber uno.

martes, noviembre 21, 2006

Sadismo.


Nada mejor que una llamada de vendemotos para relajarte un día tenso.

Y el mío era muy tenso.

Suena el teléfono.

*RING*

- __________________, buenos días.
- Buenos días. Soy FulanitodeTal, de blabla.com
- Ajá
- ¿Podría hablar con el propietario de la empresa?
- ¿El propietario?
- Sí
- ¿Se refiere usted a propiedad intelectual, material, contractual o hipotética? ¿O es una metáfora?
- ¿Cómo?
- Veamos, es que esto se mantiene con las cuotas de los socios. Si quiere le paso una lista de socios y vamos eligiendo desde los que pagan las cuotas más altas. O, mejor, vamos a hacerlo más sencillo: voy a mirar la base de datos del Comité de Dirección. Tal vez sirva.
- Pero…
- A ver, el Secretario… lo que pasa es que está en Santander. En otra empresa. Pero por probar…
- Bueno, a ver, es que tal vez no me ha entendido.
- ¿El qué?
- El propietario de la empresa… bueno… podría ser… ¿el administrador?
- ¡Ah! ¡el administrador!
- Sí. Vamos, la persona que lleva las cuentas y que toma decisiones sobre los proveedores y los productos que ustedes utilicen ahí.
- Bueno, pero… todo eso es relativo, ¿no? Quiero decir, uno no puede tomar decisiones en un sentido estrictamente global. Siempre se depende un poco de alguien por encima. ¿Acaso usted ha decidido llamarnos de motu propio, sin que nadie se lo sugiera, o sin que figuremos en una lista?
- Pues…
- Y, luego, la persona que le haya pasado la lista de receptores de llamadas, seguro que dependía de algún tipo de gerencia.
- Supongo que sí…
- Por lo tanto, aquí nadie toma una decisión rotunda. Ni siquiera yo sé cuándo voy a colgar el teléfono. No me decido.
- Pero… a ver…
- “Las decisiones rápidas son decisiones inseguras”. Lo decía Sófocles. (nota: evidentemente, lo miré en Google mientras hablaba)
- Ya… pero… mire, vamos a ver, por favor páseme con el departamento de Administración.
- En realidad no es un departamento. Es un señor.
- ¿Un señor?
- Sí, un señor que administra.
- Pues páseme con ese señor.
- No está.
- Ajá, y bueno… veo que no me van a hacer mucho caso.
- Una putada esto del telemárketing, ¿eh? Pero seguro que encuentras mejor trabajo pronto.
- Qué graciosa.
- Venga, sigue, sigue, que igual me decido por algo.
- Pues… sinceramente… creo que mejor lo dejamos para otro día.
- ¿Cómo que no? ¿Dónde está tu ánimo de superación? ¿Te rindes así, cuando incluso el cliente te está pidiendo que sigas ofreciendo tu producto?
- Muy bien. Mira, con la tarifa ADSL más llamadas de blabla.com pagarás 24 euros…
- ¿Me lo dices a mí como potencial clienta?
- Sí..
- Es que yo ya tengo blabla.com
- Ah…
- Oye…
- ¿Sí?
- Que nada
- Pues… vale.
- Bueno, pues eso.
- Oye…
- Dime.
- Que te den, MAJA.

*CLICK*

Ahora me siento fatal.

-

miércoles, noviembre 15, 2006

¿...y tu mamá también?

Él había sido mi primer amor. Al menos el primero "real", de esos que se recuerdan detalle a detalle y momento a minucioso momento durante años y décadas.

Recuerdo que nos las dábamos de romanticistas excéntricos: íbamos a remar al Retiro, él con capa y bastón, yo con faldones hasta los tobillos y paraguas reconvertido en parasol; nos citábamos en lugares recónditos de la ciudad mediante mensajes en clave; nos mandábamos cartas conceptualistas e, incluso cuando nos peleábamos, estudiábamos minuciosamente cada comunicación con afán de preciosismo; nos rezagábamos en los asientos del Planetario y juntábamos las manos bajo la luz de las esferas y las galaxias; nos enviábamos postales desde lugares inesperados, para provocar la curiosidad del otro; nos retábamos a ginkanas por la ciudad de noche, buscando tesoros ocultos por el otro, para encontrarnos de madrugada jadeantes en algún lugar extraño, y mirarnos después a los ojos posicionándonos estratégicamente para así recoger el reflejo de la luna llena en nuestras pupilas (porque siempre eran noches de luna llena); esa misma noche, tras brindar con absenta, escribíamos versos delirantes al respecto.

No fumábamos; apenas bebíamos, sólo absenta a sorbitos y por motivos puramente estéticos.
El sexo era siempre inocente, silencioso, pulcro y tímido como un juego de niños.

Teníamos veinte años, sendas melenas brillantes, bastante tiempo libre, demasiados libros de Rimbaud y mucho brillo en los ojos. Lo nuestro fue único e irrepetible, como el delicado reflejo de una libélula sobre un estanque de nenúfares.

Cuando se terminó, porque este tipo de cosas siempre se terminan, creo que estuve tres meses llorando. Me salió una urticaria por toda la cara que se cebó con mi ansiedad, y estuve más de medio año tapándome medio rostro con el pelo.

Y cuando dejé de llorar, me pasaba las horas muertas mirando una pequeña cicatriz que me quedó en la mano izquierda aquel 24 de junio de 1992 cuando una chica me quemó accidentalmente con un cigarrillo mientras paseábamos de la mano por el Paseo Rosales.

Y volvía a llorar.

Muchos, muchos años después recuperamos el contacto. Y nos hicimos amigos. Muy buenos amigos.

Sólo que... algo había cambiado.
Ese pensamento me sorprendió de pronto el otro día en el aquel sórdido bar. Estábamos él y yo apoyados contra la pared, hablando del extraño y heterogéneo grupo de energúmenos con quienes habíamos acudido.. y los subterfugios que se cocían entre ellos.

En resumen, estábamos cotilleando vilmente mientras compartíamos un whiskey con cocacola y un Camel.

Él: Seguro que todos han follado con todos.
Yo: Seguro que existe una trama complicadísima que se podría dibujar, y nos saldría una telaraña.
Él: A ver... tú... ¿a cuántos te has tirado de aquí?
Yo: ¿Contándote a ti?
Él: Claro.
Yo: Pues... a tres. Bueno, cuatro, si contamos a aquella de ahí.
Él: Yo aún estoy esperando a tirarme a esa. Malaputa.
Yo: Te aguantas. Venga, ¿cuántos?
Él: Yo a cuatro también...
Yo: Venga, nombres, dame nombres...
Él: Pues a ver... a ti, a esa de ahí, a esa, y a esa...
Yo: No está mal.
Yo: ¡Ah, y a Paquito!
Él: ¡Ostia, y yo!
Él: Pero no estábamos solos, ¿eh? Estaba mi chica.
Yo: Yo tampoco. Estaban estos dos de aquí.

Nos reímos un rato. Luego llegó el camello ucraniano, en misión de emergencia, y nos interrumpió.

Pero, no sé, no sé, me fui aquella noche a casa con un regusto raro en la garganta.